jueves, 22 de julio de 2021
miércoles, 14 de julio de 2021
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sábado, 10 de julio de 2021
¿Cuántas veces has caminado con zapatos apretados?
No, sé tú, pero a mí, me ha
tocado caminar con ellos en varias oportunidades.
¡Eso es horrible!
En mi época escolar, esto se
convertía en algo normal, porque en ocasiones me tocaba ponerme los zapatos de
mi hermana, que me quedaban apretados. Cuando eso sucedía no soportaba caminar,
ese día para mí se convertía en una tortura, me dolía todo y lo peor: no podía
decir nada. Lo cómico de la situación era que a mí me quedaban apretados y a
mis otras dos hermanas le quedaban grandes. Esta situación me agobiaba y no
veía el momento de poder tener mis propios zapatos.
Durante la clase no me
levantada de mi asiento, muchas veces aguantaba las ganas de ir al baño para no
caminar, porque mis dedos casi perforaban la punta de los zapatos de lo
apretados que me quedaban. Mis compañeros cuando me veían caminando medio raro se
burlaban de mí y me decían cosas. Hubo momentos que hasta me pisaban los pies
para hacerme sentir mal. A todas estas, aguantaba mi pena y mi dolor.
Mi casa quedaba bastante
retirada del centro educativo y cuando sonaba el timbre anunciando el fin de la
jornada escolar, mi corazón se alegraba y no veía el momento de encontrarme con
mi mamá. Ella, como buena conocedora de lo que me pasaba, venía a mi encuentro
y me traía mis sandalias de diario, viejitas, pero sabrosas para caminar.
Cuando me quitaba los zapatos, mis dedos estaban doblados y me dolían
bárbaramente, sin embargo, el alivio era enorme.
El día que mi mamá no podía ir
a mi encuentro, me quitaba los zapatos, cruzaba la calle descalza y seguía mi
ruta con la felicidad marcada en mi rostro. Para mí eso era lo máximo, libertad
total. Corría y cantaba. Estaba feliz porque ya mis pies se habían liberado del
yugo, lo que hacía que revolotearan por mi mente pensamientos de todo tipo. Una
tarde mientras hacía la tarea, se me ocurrió una idea loca, y le dije a mi
mamá, que no me fuese a buscar al colegio porque me regresaría con mi tío
Manuel, pero eso era mentira. Pensé que la única manera de poder tener
zapatos nuevos era botando los que me causaban tanto malestar. Al día siguiente
cuando llegué a clases, pensaba y pensaba lo que quería hacer. Esa mañana se me
hizo eterna, estaba ansiosa por escuchar sonar el timbre anunciando la
salida y cuando lo escuché, fui la primera en salir, no me importó como
caminaba, ni quien se burlase de mí. No sé cómo corrí, lo que sí sé, es que iba
a toda máquina.
No obstante, tuve que tomar
otro trayecto que igual me conduciría hasta mi casa, debido a que sería el que
me permitiría concretar mi idea. Cuando me adentré en el camino, lo primero que
hice fue quitarme el zapato que más me molestaba y lo tiré hacia el bosque,
seguidamente me quité el otro e hice lo mismo. Mi corazón latía fuerte,
estaba asustada y me puse muy nerviosa, en cierto modo, sabía que me
castigarían por lo que había hecho, aunque, iba dispuesta a todo.
Cuando llegué a la casa, mi
mamá estaba en la cocina y sin darle tiempo a preguntas le dije: «lancé
los zapatos al bosque». La mirada de mi mamá me perturbó, con todo, para mi
sorpresa, mi madre me abrazó y llorando me dijo: «cálmate hijita, pronto tendrás
los zapatos que te quedaran a tu medida y podrás caminar sin sufrimiento, pero
no sé qué hacer con tus hermanas».
Ahora te
preguntarás: ¿cuál es la moraleja de esta historia?
Pues muy sencilla…Con el
tiempo aprendí que:
En la vida hemos tenido
algunos zapatos que nos han hecho sufrir, a pesar de ello, caminamos fingiendo
que nos quedan bien. Le buscamos la vuelta de mil maneras procurando que no nos
molesten tanto, pero que va, igual, siguen molestándonos y soportamos el dolor
algunas veces en contra de nuestra voluntad, hasta que llega alguien y
nos lo hace entender de alguna manera lo que nos está pasando.
Por ejemplo, las relaciones
tóxicas, son como los zapatos apretados, hasta que no termines con ella
seguirás sufriendo. Asimismo, siempre te vas a encontrar con personas que
molestarán tu vida, que no te aportarán nada productivo y que envidiarán tus
proyectos, entre otras cosas, aunque saber reconocer ese zapato apretado será
tu herramienta para liberarte de tus ataduras.
Muchas veces, nos
acostumbramos tanto a los zapatos apretados, que nos olvidamos de nuestra
libertad y autonomía. Soportamos el sufrimiento para aparentar una vida plena y
feliz, cuando en realidad ningún dolor se puede ocultar.
El dolor físico es el que
menos soportamos, por ello, es más fácil tirar el zapato que nos queda apretado
al bosque, al cesto o regalarlo, que liberarnos del sufrimiento interno. Este
sufrimiento algunas veces se convierte en una forma de vida, sin importar el
daño que nos cause.
Particularmente, tuve mucho
tiempo usando zapatos apretados, en mi niñez por razones económicas y en mi
adultez, porque pensaba que nunca iba a encontrar unos zapatos que se ajustasen
a mis pies. Hasta que un buen día, sucedió lo que tenía que suceder y logré
liberarme de ese par de zapatos que me habían causado tanto sufrimiento. Cuando
lo hice me sentí otra persona, internamente estaba bien conmigo misma y recordé
aquel día cuando tiré los zapatos al bosque. Fue una sensación
indescriptible.
Así pues, te invito a no usar
zapatos apretados porque no sólo dañaran tus pies, sino tu forma de vida.
¡Dile no a los zapatos apretados!